En El País de Cali, hoy 26 de enero de 2011, aparece esta columna de opinión escrita por Ramiro Bejarano. Por considerarla de interés, la reproduzco aquí.
La Iglesia Católica cada día pierde sintonía con su feligresía y el mundo en general. Unas veces son sus silencios incomprensibles con la pederastia de algunos de sus sacerdotes -como ocurre en Cali-, otras son sus programas antiabortos, o sus posturas contradictorias. Hasta clientelismo santoral hay, según la contundente pluma de Daniel Samper Pizano, en cuya columna demostró que Benedicto XVI se ha saltado todas las reglas y costumbres vaticanas para canonizar a Juan Pablo II, quien en menos de diez años es beato y muy pronto será santo, porque una señora reclama que a ella le hizo el milagro de curarla del Parkinson que mató al pontífice polaco.
En ese mar de confusiones, el Papa actual le ha exigido a la Iglesia más seriedad al celebrar bodas y anular matrimonios. La afirmación papal se hizo al inicio del año judicial, delante de los jueces, oficiales y colaboradores del Tribunal de Rota, encargados de las anulaciones matrimoniales de los católicos.
Hablemos claro, ya que el Papa no lo hizo. Desde siempre la anulación del vínculo matrimonial religioso ha sido punto neurálgico, tanto que hasta en la historia de la humanidad el tema costó la ruptura de la corona inglesa con la iglesia católica. En Colombia, Rafael Núñez sometió el Estado a un concordato infamante con la Santa Sede, para que le toleraran el matrimonio civil con doña Soledad Román. En los últimos tiempos, la nulidad de los matrimonios católicos en cierta forma vino a remediar el mal creado por no autorizar el divorcio de las parejas mal avenidas. Pero ese remedio se lo inventó, administró y multiplicó la propia Iglesia, del cual además reportó jugosos dividendos.
Como a los casados por lo católico les está prohibido divorciarse, pues lo único que disuelve un matrimonio es la muerte, han optado por tramitar juicios de nulidad ante los tribunales eclesiásticos, donde sólo pueden litigar los abogados señalados por Dios. Esos juicios de nulidad se convirtieron en un desvergonzado y cuantioso negocio. Anular un matrimonio católico no es un problema que se limite a demostrar una causal de las previstas en el código canónico, sino una empresa económica muy costosa, que solamente pueden emprender quienes tengan dinero.
Invalidar un matrimonio no es romper la partida eclesiástica, sino pagar abogados bastante exclusivos y muy costosos, para que con base en experticias igualmente onerosas demuestren la inmadurez de los contrayentes, y se anulen matrimonios que han durado medio siglo. Sólo los ricos y las celebridades pueden anular sus matrimonios, porque cualquier vecino de municipio no tiene con qué ejecutar esa audacia.
Anular un matrimonio vale tanto como obtener dispensa para contraer matrimonio con un pariente. En la endogámica Buga, es famosa la anécdota de un rico principal que enamorado de su sobrina quiso casarse con ella, por lo que viajó a Roma a obtener la dispensa papal que le permitiera llevarla al atar. Al regresar, algún paisano entrometido le preguntó cómo le había ido, y contestó con su inocultable dejo bugueño “muy bien, oís; hubiera llevado más plata y me habría podido casar con mi mamá”. Tenía razón