Este artículo apareció hoy en el diario El Pais, de Cali, y por considerarlo muy interesante desde el punto de vista de nuestra cultura y tradiciones, lo transcribo:
Al margen. Por: Germán Patiño
Los sabores de Cali
Marzo 16 de 2009
Uno de los múltiples inmigrantes gallegos llegados a América ha dado una buena definición de Cali: “Es una ciudad informal”. Sí, un tanto desajustada, ajena a protocolos, la vida en ella puede ser tan grata como una reunión de amigos en bermudas y camiseta para compartir un sancocho hecho en fogón de leña a la orilla del río.
O un tanto desquiciada, como la recuerda un joven gringo, enamorado de ella y de una de sus mujeres: “Una ciudad donde enormes buses locos vuelan por sus calles”, lo que él recuerda con nostalgia. Cierta sensación de peligro, una premonición de que algo grave está por suceder, sin que en realidad nada pase, parece ser parte del espíritu de la ciudad que a mucha gente la hace recordarla con afecto. Una académica española se lo resumió a un rector de Univalle: “Aquí se vive con una intensidad que no conocemos en Europa”.
Y así mismo es su comida, informal e intensa. Las marranitas, un amasijo de plátano con chicharrón de cerdo, que se come con las manos, es casi un emblema de la cocina caleña. Y hay que buscarla en las calles o en sitios que no se encuentran en las guías turísticas. Difícilmente el visitante podrá pedir en un restaurante de nivel A que le sirvan un ‘aborrajado’, esa gloria apanada que chorrea miel de plátano maduro por dentro, usual en las fritanguerías populares, o un refrescante y espléndido ‘cholado’, en el que se acrisolan las frutas del trópico con hielo a punto de nieve.
Lo que no significa que no existan zonas gastronómicas en las que conviven decenas de buenos restaurantes, en los que se cocina con pasión y altas dosis de creatividad. Y la oferta será cosmopolita: árabes cerca de tailandeses, japoneses en cruce con indonesios, alemanes y franceses; chilenos con peruanos, italianos en mezcla con hamburguesería, creperías y arrocerías, etc., etc. Pese al cuidado por el detalle, en ese cosmopolitismo culinario también habrá cierta informalidad, para estar a tono con la ciudad. Y no será extraño encontrar las múltiples mezclas de aquellas cocinas lejanas con la muy criolla vallecaucana.
Lo que se debe a la sencilla razón de que la cocina estuvo aquí en manos de mujeres negras durante más de tres siglos de esclavitud y al hecho de que siguió en sus manos hasta hoy, siglo y medio después de terminada aquella ignominia que algunos gerentes todavía añoran. Si usted entra a la cocina de un restaurante ‘del Mediterráneo’, no serán provenzales los que fatiguen las ollas, sino negros y negras vallecaucanos. Lo mismo sucederá en un buen restaurante indonesio, donde no habrá ni sombra de un malayo en la cocina.
Y las negritudes que cocinan serán responsables, en buena parte, de ese ambiente informal, de risas y fiesta, que los caracteriza. También de algunas combinaciones exóticas y del apego al juego de colores vivos en los platos que cocinan. Un buen arroz de negros, que es lo mismo que decir ‘de pobres’, nunca será blanco del todo. El rojo encendido del ají dulce, el dorado del platanito maduro frito, o incluso más blanco pero lleno de sabor como la leche de coco, acompañará a este cereal de maravilla.
Por eso Cali sabe a guarapo de caña, a miel de plátano maduro y a mano de princesa negra. Así, informalmente.